Huellas en el Aula

Durante cinco meses tuve la oportunidad de acompañar al mismo grupo de alumnos, primero en su etapa de 1.º de Primaria y, más adelante, ya en 2.º. Aunque no fue un periodo continuado, poder reencontrarme con ellos y observar su evolución fue una experiencia muy especial. Esta vivencia me permitió crecer junto a ellos desde la cercanía, la observación y el vínculo. Pude conocer sus ritmos, sus formas de aprender, sus personalidades en desarrollo y sus pequeños logros diarios. Participé activamente en la planificación y ejecución de actividades en distintas áreas del currículo, adaptándome a las necesidades del grupo y ofreciendo apoyo individualizado. Además, en numerosas ocasiones me dejaron a cargo del aula, lo que me permitió poner en práctica mi autonomía, la gestión del grupo y la toma de decisiones en el día a día. Colaboré en la evaluación continua, en la gestión de dinámicas de aula y en la creación de materiales didácticos. Uno de los aspectos más enriquecedores fue poder mantener esa relación educativa en dos momentos distintos, comprender mejor las emociones detrás del aprendizaje y confirmar cómo, con confianza y atención, los niños avanzan no solo en conocimientos, sino también en autoestima y motivación.

Durante este año tuve la oportunidad de ejercer como tutora de aula, acompañando a un grupo de pequeños de 2-3 años en su desarrollo diario. Planifiqué actividades lúdicas tanto en el aula como en el patio, fomentando el aprendizaje a través del juego. Participé activamente en el comedor y en las rutinas de higiene, generando un entorno seguro y afectivo. Esta experiencia me reafirmó que, con paciencia y creatividad, cada día puede ser una nueva oportunidad para sonreír y disfrutar aprendiendo juntos. Finalicé mi etapa en este centro para poder comenzar el Grado en Magisterio de Educación Primaria, continuando así con mi formación y vocación docente.

Formé parte del equipo de Infantil durante el curso escolar, acompañando a los alumnos en el periodo de adaptación y en su día a día en el aula. Colaboré activamente en el comedor, en la hora de la siesta y en diversas rutinas del aula, aportando apoyo tanto al equipo docente como a los propios niños. Me involucré en actividades lúdicas, cuentos, talleres y dinámicas grupales, adaptándome a los ritmos y necesidades de cada alumno. Mi papel fue clave en la creación de un ambiente tranquilo y afectivo, donde los niños se sintieran seguros, escuchados y motivados para aprender desde lo cotidiano. Fue también una experiencia en la que aprendí a ejercer la autoridad de forma respetuosa pero firme, especialmente con aquellos alumnos que mostraban conductas desafiantes. Esta vivencia me ayudó a fortalecer mi capacidad de gestión del grupo, mantener la calma en situaciones difíciles y acompañar a cada niño desde la empatía y los límites claros.

Las prácticas universitarias marcaron el inicio real de mi camino como maestra. No fueron solo una etapa formativa, sino un proceso de descubrimiento profundo sobre lo que significa educar con el corazón y la mirada puesta en cada niño. Recuerdo aquellas manos pequeñas que se aferraban con timidez, las miradas que buscaban seguridad, los silencios que hablaban más que las palabras. Algunos niños necesitaban movimiento constante, otros solo querían que alguien se sentara a su lado mientras dibujaban. Había quien lloraba al llegar y quien no quería irse al final del día. Cada gesto, cada rutina, cada avance —por mínimo que fuera— me enseñó a mirar con más paciencia, a escuchar con más atención y a estar presente de verdad. Comprendí que en la educación infantil no todo se mide en resultados visibles, sino en vínculos, en confianza construida y en esa alegría que nace cuando un niño se siente acompañado en su forma única de crecer.